-¿Qué clase de gente sois?- nos preguntó el hombre bruscamente. Aún no había tocado la comida de su plato. Mientras cogía la cuarta botella de sake y vertía el contenido en el vaso, nos dirigió una vaharada de alchohol. Los pendientes que llevaba en la oreja centellearon.
-¿A qué se refiere?- inquirió el maestro a la vez que llenaba su propio vaso.
-Pues a eso. Pareceis gente bien -aclaró el chico riendo. Su risa era una extraña mezcla de varias cosas. Sonaba como si de pequeño se huebiera tragrado una rana por error y desde entonces fuera incapaz de reir a carcajadas.
-¿Gente bien? -repitió el maestro, en un tono algo más serio.
-Los que tienen pasta siempre ligan, aunque se lleven treinta o cuarenta años.
El maestro asintió con un movimiento brusco de cabeza y le dirigió al muchacho una mirada fulminante, que le cayó encima como un bofetón. No despegó los labios, pero yo sabía lo que estaba pensando: "Yo no hablo con tipos como tú". El chico también lo notó.
-¡Menuda marcha tiene el abuelete!
Aunque intuía que el maestro no estaba dispuesto a hablar con él, o quizás precisamente por eso, el chico siguió hurgando en la llaga.
-¿Qué tal lo hace el viejo? -me preguntó en un tono de voz demasiado alto. Observé al maestro por el rabillo del ojo, pero no era hombre que se escandalizara con insinuaciones de esa clase.
-¿Cuántas veces al mes os lo montais?
-Ya basta, Yasuda -intentó detenerlo el dueño del local.
El cielo es azul, la tierra blanca
Hiromi Kawa
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