Un apetito que se queda
en el desmesuramiento de la boca.
Un apetito en el sueño,
del tamaño de todo el cuerpo.
Un apetito que espera la lluvia
y el paso de las hormigas.
La boca infinitamente abierta
y una minúscula medida,
siguiendo la marcha por el desierto
en el sorprendido caracol.
Dos dedos, como dos pinzas,
ponen el caracol sobre la corteza de un árbol.
Allí incrustamos el viejo marfil
de la pulpa de la piña.
El caracol y el humor de la piña
empiezan a mezclarse con la sangre del arbol.
El caracol inundado por el líquido amarillo,
ya está ladeando su baba.
La esponaja, sin cansancio aparente,
hunde sus dedos en el amarillo lamprea
y lo resbala por la piedra del caracol.
La copa del árbol
se reduce a la noche del caracol.
Se incrusta también en el árbol
una hormiga dorada.
José Lezama Lima
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